Recordando a Gilles Villeneuve

Fue uno de los pilotos más destacados e inolvidables de la historia de la máxima categoría del automovilismo mundial. Rápido y audaz, hace treinta años dejó la vida en la pista. A fondo, como siempre. Galería de fotos

Redacción Parabrisas

Circuito de Zolder, Bélgica, sábado 8 de mayo de 1982.

Por la mañana, las pocas gotas del día anterior se han transformado en un diluvio. Ha llovido durante toda la noche.

Ahora, a la una de la tarde, la pista está seca, el viento es casi nulo y por momentos sale el sol. La última sesión de clasificación está a punto de comenzar. Es también, como siempre, la última oportunidad que tienen los pilotos de mejorar sus posiciones en la grilla.

Unos minutos después, el francés Didier Pironi con su Ferrari es el primero en hacerlo: salta de la ubicación decimoquinta del día anterior a la cuarta.

Gilles Villeneuve, con la otra Ferrari, entra en boxes. Le cambian los neumáticos y el reglaje del alerón. Pironi, que sigue mejorando su tiempo, también ingresa en boxes. Ambos pilotos, compañeros de equipo, se miran. Enzo Ferrari les ha hecho comprender que su interés es, ante todo, el del equipo, el de la “Casa”, y que es necesario un entendimiento cordial. Pero Gilles no puede ni quiere olvidar lo sucedido en San Marino en el GP previo a esta cita en Bélgica, cuando Didier pareció concederle la victoria, quedándose en segundo lugar, solo para sobrepasarlo inesperadamente en la última vuelta, a último momento.

Ya sabrá el francés quién es él. Se miran, pues, furtivamente, casi como extraños. Didier dirá más tarde, abatido por la tragedia, que sabía que pronto habría una explicación, que tarde o temprano todo habría de arreglarse.

Gilles sale a la pista. Va a intentar ganar el desafío, la apuesta o, cuanto menos, ubicarse delante de Pironi en la grilla de partida.

Faltan más de ocho minutos para el final de la tanda.

Alain Prost, con Renault, viene de ganarle la posición en la primera línea a su compañero de equipo René Arnoux.

Gilles gira en 1m17s11. No es un registro fantástico.

Acaso se dijo que daría una sola vuelta más.

La última, antes de regresar. Y siguió.

Tenía que hacer ese tiempo. Se lo debía a él mismo.

Gilles había llegado al circuito en su flamante helicóptero Augusta. Solo. Su esposa Joanne, por primera vez en tantos años, no estaba en Bélgica. Se había quedado en Mónaco, donde residían, preparando la primera comunión de su hija Mélanie. ¡Mélanie ya tenía ocho años! Y Jacques venía de cumplir dos. Dos años, el futuro campeón de la F.1. Pero nadie podía saberlo todavía. En cualquier caso, era la primera vez que Gilles estaba solo en un circuito desde el Gran Premio de Inglaterra de 1977.

La mancha roja surgió de pronto en el retrovisor del March del alemán Jochen Mass. Era la Ferrari de Gilles. Mass lo precedía en la larga y rápida curva a la izquierda, la que llevaba a la doble a la derecha de Terlamen. Era una curva grande que no presentaba grandes problemas cuando la tomaban a 210 km/h. Pero, con las polleritas y el efecto suelo, en esa zona llegaban a los 260. Sin cierto talento, era un equilibrio de trayectoria difícil de mantener.

Mass vio a Gilles y decidió dejarle paso. Se desvió para abrirse y dejar libre la parte izquierda. Pero Gilles eligió rodar sobre la derecha. Fue una misma maniobra, en una misma fracción de segundo.

El alemán no pudo comprender. Sintió un choque sobre su rueda trasera derecha. Era el neumático delantero izquierdo de la Ferrari el que se había montado allí. "¡Dios mío!", diría después que alcanzó a pensar. Gilles no había comprendido su maniobra.

La rueda del March se convirtió en un trampolín diabólico, como si se hubiese transformado en una formidable turbina capaz de proyectar todo lo que entraba en contacto con ella. La Ferrari voló y chocó contra un talud de cincuenta centímetros que bordeaba el interior de la pista. Loco, el auto cambió de trayectoria. En lugar de redecolar para terminar contra los espectadores, volvió a la pista con un rebote demencial. Entonces el sólido arnés cedió y Gilles fue eyectado del habitáculo como una bengala blanca, sin casco, con un bloque de asiento negro pegado a sus piernas. En golpes sucesivos, la Ferrari perdió tres ruedas. El tren delantero ya no existía.

Gilles planeó y cayó contra las rejas de seguridad. Su cuerpo estaba roto, dislocado. Su rostro reflejaba el color pálido de la muerte. No tenía ni una gota de sangre.

Los socorristas le desabrocharon el buzo y le prodigaron masajes cardíacos. Sin el menor resultado. Respiración boca a boca, máscara de oxígeno. Gilles no reaccionó. El círculo de comisarios y socorristas se nutrió, impotente. El volante y la columna de dirección estaban tirados a algunos metros, detrás de las rejas destrozadas.

Cubrieron a Gilles con mantas negras para protegerlo del frío mientras el médico intentaba sustraerlo de la nada.

Llegó una ambulancia y lo colocaron en una camilla.

Después, un helicóptero decoló hacia la clínica quirúrgica de Saint-Raphael de Louvania y, desde Mónaco, un avión privado tomó la misma dirección. A bordo iban Joanne y Maître Boeri, un amigo íntimo de Gilles.

Era un avión triste. Era el mismo que había llevado a Barbro Peterson a Monza, Italia, en septiembre de 1978, tras el accidente que le costó la vida a su esposo Ronnie.

A las 16:57, Joanne Villeneuve subió las escaleras de la clínica. La esperaban Marco Piccinini, director deportivo de Ferrari, con su adjunto, Darío Calzavarra, y un periodista y amigo canadiense, Christian Tortora.

Un sacerdote estaba entre ellos. En la sala de reanimación, los latidos del corazón de Gilles no existían más que por el "bip-bip" electrónico del electrocardiograma. El encefalograma estaba plano. La operación era inútil.

Gilles se apagó a las 21:12, un 8 de mayo de hace ya treinta años.

"Mira, -cuentan que le dijo Joanne a Christian, junto al cuerpo de su esposo-, "Gilles duerme, está tranquilo."

Galería de imágenes
En esta Nota