La historia del automovilismo deportivo está llena de hazañas increíbles, hechos que por más que se analicen una y otra vez son difíciles de entender. Y cuando nos enfocamos en la época de gloria del deporte motor local, las explicaciones son menos lógicas.
En aquellos años (décadas de 1940 y 1950) tales competencias se disputaban avanzando por recorridos interminables, miles de kilómetros durante los cuales los competidores iban “a fondo”. Pero no lo hacían por caminos de asfalto perfectamente alisado ni guiados por avanzados dispositivos de geolocalización o con el apoyo de equipos de asistencia conformado por decenas de personas. Casi que se las arreglaban por sus propios medios y capacidad. Pero, como si le faltara algún componente que hiciera más arriesgada la gesta, estos intrépidos competían con autos muy difíciles de manejar. Eran modelos de calle preparados para enfrentar las súper exigentes condiciones que imponían esos circuitos que, en muchos casos, se transformaban en una extraña combinación de taller mecánico con bomba de tiempo: es que para las competencias de largo aliento era necesario llevar una gran dotación de repuestos y, por supuesto, un gran tanque de combustible (más de doscientos litros en promedio) que iba casi siempre iba instalado en el lugar de los asientos traseros.
Para un piloto actual manejar uno de esos modelos puede ser una experiencia frustrante: se ha comprobado que es imposible que cualquier de los corredores de Fórmula 1 logre hacer los tiempos de clasificación que hacían los pilotos de la máxima categoría de aquellos años. Y lo mismo sucede con los de otras categorías. Es que no hay manera de adaptarse inmediatamente a uno de estos modelos. Seguramente llegar a dominarlos es posible pero, sin duda, eso se podrá conseguir luego de un proceso largo y probablemente tedioso.
Pero para quienes participamos de las competencias automovilísticas solo como espectadores o cronistas, la posibilidad de manejar algunos de estos legendarios modelos es una experiencia única que queda definitivamente muy lejos de cualquier pretensión de bajar tiempos.
Nos animaron con su experiencia, Ianina Zanazzi, Rubén Daray y, el local y, de alguna manera, anfitrión, "Cacho" Fangio.
En la pista, con los Caballeros Templarios
La Fundación Fangio es un organismo que se ocupa de transmitir el legado del gran Juan Manuel y de preservar las piezas que conforman la colección que guarda el museo de Balcarce. Quienes tienen el honor (así lo sienten y lo transmiten) de formar parte de esta institución son como los Caballeros Templarios, aquellos cruzados que, según la leyenda, dedicaron su vida a cuidar el Santo Grial. Claro que en este caso hay más de uno…
Pero la Fundación se ocupa, además, de la escuela de educación secundaria técnica Fangio de la localidad bonaerense de Virrey del Pino y de administrar El Casco, la estancia de Balcarce que fuera propiedad del quíntuple.
La colección del Museo Fangio está conformada actualmente por más de ciento treinta piezas, entre originales y réplicas, todas en perfecto estado de conservación. Hay unidades que pertenecieron a Juan Manuel Fangio, tanto de su historia deportiva como de uso particular, autos de carrera de todas las épocas de pilotos nacionales (Froilán, Gálvez, Del Rio, Reutemann, entre otros) e internacionales (Pedro de la Rosa, Senna, Prost, solo por mencionar algunos); unidades especiales, la réplica de un taller y hasta modelos que tienen un valor que va más allá de lo deportivo, como el Peugeot 505 que Juan Manuel Fangio le regló a otro grande de la Argentina, el doctor Renée Favaloro. (VER NOTA)
De todas esas joyas incunables los responsables del Museo eligieron un puñado para que unos pocos privilegiados pudiéramos manejarlos como uno de las actividades programadas en el marco de la presentación del reloj de edición limitada TAG Heuer Juan Manuel Fangio Carrera Calibre 16. (VER NOTA)
En el autódromo de Balcarce nos esperaban joyas mecánicas que marcaron la historia del automovilismo. Chevrolet 1939, Maserati 450 de 1957, Boufer Chevrolet 1963, el Torino 380 W número 3 de la famosa “gesta” de Nürburgring (VER NOTA), una de las singulares Liebres y una cupé Dodge GTX del TC de la década de 1980.
Luego de una entretenida competencia de karting, los invitados empezamos a recorrer un circuito especialmente marcado para el evento sobre la pista de La Barrosa. Cada uno de los participantes tuvo la oportunidad de manejar los modelos disponibles, siempre acompañados por alguno de los responsables del museo quienes se encargaban de dar las indicaciones pertinentes para que el evento se desarrollara con total seguridad y para evitar cualquier daño a las joyas que nos estaban prestando.
La experiencia fue muy reveladora. Empecé con el Chevrolet 1939, uno de los autos con los cuales Fangio tuvo sus mayores éxitos a nivel local. Imposible de manejar. Volante a la derecha, caja de tercera, embrague durísimo, un pedal de freno casi imposible de accionar y un volante con un juego de media vuelta. Y la carga emotiva que no siempre ayuda.
La primera vuelta fue terrible. Pude dominar la tentación de acelerar porque sabía que no iba a poder frenar con la rapidez necesaria. Además, tenía solamente tres cambios y un gran problema: no podía evitar que la caja sonara cada vez que intentaba conectar una marcha: por más que apretara el embrague hasta el fondo los engranajes se quejaban. Además, tenía que pensar que la caja era de tercera (con la primera abajo) para no tratar de buscar la cuarta y encontrar la marcha atrás. Lo más fácil fue doblar.
Lo mismo pasó con los otros modelos, incluso con aquellos que parecían más dóciles. Tal vez el más “amigable” fue el Boufer: aceleraba como un misil, la dirección era más directa y frenaba mejor (el que mostró mejor desempeña en cuanto a los frenos fue la GTX), pero los pedales de embrague y freno estaban ubicados muy por encima de lo normal, posición que hacía difícil operarlos con rapidez.
Lamentablemente no pude manejar la Maserati 450 porque tuvo un desperfecto con el acelerador (se quedaba trabado); Juan Duckwitz, uno de los Templarios de la fundación a cargo de los autos en la pista veló, una vez más, por la seguridad de esa pieza de colección. El Torino 380 W y la Liebre descansaron.
Breve historia de algunas joyas
Recorrer el Museo Fangio guiados por Mauricio Para es algo que todos los amantes del automovilismo deportivo tendrían que hacer por lo menos una vez en la visa. Este joven balcarceño, responsable del copioso archivo del Museo, es una Biblia abierta, llena de datos, anécdotas y secretos que decoran la historia de Juan Manuel Fangio y de los autos que forman parte de la colección del Museo.
Aquí, algunos de los datos que Mauricio compartió con nosotros sobre los autos que utilizamos en esta oportunidad.
Maserati 450 de 1957. Fangio la corre en 1958 en un equipo particular en su etapa de competencias en autos sport. Solo se fabricaron seis. Tres se hundieron junto con el barco que los trasladaba llegando a Venezuela; el resto terminó en diferentes lugares. Este modelo fue el que llevó a la ruina a los hermanos Maserati ya que para desarrollarlo invirtieron todo su dinero. Es una variante de la Maserati 300, con motor V8 de 4,5 litros de 400 CV y caja de quinta, equipo que, en sociedad con la carrocería de aluminio, le permitía alcanzar los 320 km/h de velocidad máxima.
Este auto, como muchos otros que forman parte de la colección del museo Fangio, tiene una historia particular. Es aquel que el “Chueco” iba utilizar en el famoso Gran Premio de Cuba pero, luego de hacer la pole position, Fangio fue secuestrado. Ese fue un hecho terrible para el universo deportivo y, por supuesto, también para Fangio, aunque él llegó a verlo como un favor: en esa carrera hubo un terrible accidente en el que murieron seis espectadores y otros cuarenta resultaron heridos. Además, el circuito de Los Próceres de la isla caribeña era muy rápido y el auto no estaba en las mejores condiciones para enfrentar ese desafío: “El auto se movía mucho de cola”, decía Fangio, tanto que aquel corredor sufrió un grave accidente. Fangio vio ese evento en su condición de secuestrado, pero le agradeció a sus captores diciéndoles que de no ser por ellos hubiera sido él quién sufriera ese accidente: “Me hicieron un favor”, dijo irónicamente.
Chevrolet 1939. Este tipo de unidades se desarrollaban sobre versiones de calle. Se les quitaba todo el peso posible y se les incorporaba un tanque de combustible de más de doscientos litros en el lugar de los asientos traseros. En el caso de la unidad que manejamos, el resto es original, incluyendo el volante a la derecha y la caja de tercera.
Boufer Chevrolet 1963. Es una pieza original aunque adaptada. El motor es estándar aunque tiene una leva y tres carburadores. El modelo con la preparación para competir alcanzaba los 260 km/h. Emula una carrocería Chevrolet pero en realidad está hecha íntegramente por Baudena. Este auto, primero fue de Erverto Rodríguez, piloto de Balcarce, y después lo compró el equipo de Cacho Fangio, quien lo corre, aunque pintado con otros colores. De este modelo se hicieron tres ejemplares, exactamente iguales: uno, blanco y azul, (lo corrió Roberto Pairetti), y otro tiene un accidente y se destruye. El único que quedó fue este que fue encontrado en un desarmadero en Necochea, lo adquiere la Fundación y lo restaura. Este auto compitió en los años 1964, 1965 y 1966. Con él Erverto tuvo muy buen desempeño especialmente en competencias largas y siempre estuvo en el top 6. Cacho Fangio lo utilizó en pocas carreras, entre ellas, la tristemente célebre Buenos Aires-Lobería, una competencia en la que se produjo un terrible accidente que dejó muchos fallecidos incluyendo espectadores.